Hay que ponerse en situación para saber por qué muero de envidia cuando veo imágenes como estas. Hace ya veinte años cuando empezó mi amor por el salitre y el sol. Era llegar el calor y el hacer y deshacer la mochila era nuestro baile del verano, el olor del mar el perfume y como refugio teníamos el cielo estrellado. Solo nos preocupábamos de estar todos y de que la cala elegida fuera más bonita que la anterior. En aquella época el espíritu nómada nos acompañaba y alejaba toda preocupación. No queríamos horarios ¿para qué? nos guiábamos por la luz del sol.
Con los años llegó mi hijo y aunque había quien me tildaba de loca, lo seguí haciendo. Hasta el momento eran los días más salvajes que le podía ofrecer. Quería que sintiera la naturaleza y lo conseguí. Sus rizos dorados y la piel morena rebozada en arena día y noche no lo olvidaré jamás. Pasábamos horas en las rocas recogiendo erizos, los higos chumbos siempre de noche cuando ya estaban fresquitos. Comíamos palmito y dormíamos con los pies llenos de arena. No había peligro por dormir bajo un avance, la playa nos protegía. Realmente durante unos días nos lo daba todo.
Era una locura sana y estimulante en la que desaparecía el peine y el reloj. Para un niño lo mejor es no peinarse, ya me entendéis. Estado salvaje porque así son ellos, salvajes. Tengo recuerdos buenísimos de aquellos veranos y no puedo evitar que se me escape la sonrisa mientras escribo esto. Con el tiempo cada vez está más complicado acampar en una playa, las obligaciones mandan y está claro que todo tiene su momento pero sé que esos veranos volverán. La culpa de esto la han tenido las imágenes que vais a ver hoy. Me faltaba ver la California, siempre he querido una y algún día la tendré.