Creo que no hay una cosa que me guste más en verano que los días nublados. Todo cansa y tantos días seguidos de calor tórrido y sol, agotan. Cuando amanece nublado en verano parece que está todo más calmado. Las chicharras dan una tregua y quieras que no, se agradece. Sé que los que estáis en el norte diréis que estoy loca pero igual que la lluvia aburre, muchos días de sol también cansan. En días así me gusta imaginarme en una casa en las montañas, precisamente como la casa del valle que vais a ver hoy.
Es tan agradable levantarse con el frescor de la mañana… Ese frescor que te pone las pilas, que te quita el «aplatanamiento estival» y te devuelve la energía como si nada. Particularmente es una sensación que me encanta. Cuando veo la luz oscura al despertar un día de verano, prometo que voy mirando el cielo cada poco rato para ver si despeja. Puede parecer una locura pero los días así me resultan muy idílicos. Tanto, que uno se puede transportar con solo cerrar los ojos a una casa en la montaña. No es ninguna tontería que soñar es gratis y nos ayuda a despejar la mente aunque sea por unos segundos.
El caso es que viendo el panorama de esta mañana me apetecía dejar aquí está casa. La tenía archivada desde hace algún tiempo y aunque parezca muy otoñal he decidido que hoy era el día. Quién sabe, quizás a vosotros también os pase lo mismo que a mí y por un día os apetezca dejar la playa de lado. Me gusta cada uno de sus rincones. Me parece encantadora pero el lugar que me resulta más apropiado para una mañana de verano así, es la cocina. Un desayuno rodeado de esas cristaleras y en esa mesa… A ver qué os parece.